Recuerdo aquel momento en que mi sobrina María del Carmen le aclaró a su mejor amiga "Bueno, a mi tio le permito que me diga Carmelita porque siempre me ha llamado así". En el entendido de la familiaridad, de la convivencia diaria y del cariño; de la misma manera, los que nacimos leyéndola, escuchándola y que cuenta con nuestra admiración y respeto, le llamamos y llamaremos Elenita.
Elan Aguilar
Nota de El País. España. Juan Diego Quesada-
A la escritora le sonó el teléfono a primera hora de la mañana y
pensaba que se trataba de un editor de EL PAÍS con alguna queja sobre el
texto que había enviado el día anterior acerca de la obra de Doris
Lessing. Al otro lado de la línea estaba el presidente del galardón. Lo
primero que le vino a la mente, como mujer que no se calla ante nada, fue la compleja situación social que vive su país. “Me da muchísimo gusto por México. Como ahora estamos
bocabajeados,
muy divididos. El país está sin fe en sí mismo y un premio así, sobre
todo si lleva el nombre de Cervantes, levanta el ánimo”, dice.
La mexicana, autora de la célebre obra
La noche de Tlatelolco (1971), pone su nombre al lado de otros ilustres compatriotas como Octavio Paz, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco y Sergio Pitol.
Lo hace rodeada de su familia, los gatos, el perro, los libros y un
cojín con la caricatura de Andrés Manuel López Obrador, el candidato de
izquierdas a las elecciones generales del año pasado que le ofreció
formar parte de su gabinete en caso de que llegase a presidente. Eso no
llegó a ocurrir pero ella tampoco hubiese dado el paso.
Llegados hasta este punto, tocaba el momento de reflexionar sobre el éxito.
-Es algo en lo que no hay que creer. Hay que creer en la vocación, el
amor en lo que haces. Hay que amar el oficio. Me acuerdo que en la tele
mexicana había un payaso mexicano que se llamaba Cepillín que todo el
mundo lo veía mucho. Un día, pum, desapareció.
-Pero su éxito no es para nada efímero…
-El mío no porque yo estoy a punto de ser efímera. Yo ya tengo 81
años. El año que entra tengo 82. Ocho años para 90. Soy un pollito.
La memoria de la escritora se alimenta de las anécdotas que vivió al
lado de algunos de los personajes más importantes que vivieron durante
el siglo pasado en México: “Buñuel si se enterara diría: ‘ay, la
muchacha de la leña se sacó un premio’. Hacía muchísimo frío en su casa y
tenía una chimenea. Yo siempre le llevaba leña que compraba en la
calle. Ya no venden leña en la calle”. En este rato la tranquila
callecita empedrada con aire provinciano en la que vive se ha llenado de
periodistas.
La también ensayista sufre por los reporteros que esperan en la
puerta. “¡Ay, pobrecita!”, exclama cuando ve, por la ventana, a una con
los brazos cruzados y nerviosa. Ella, al fin y al cabo, insiste en que
es ante todo periodista. “Los que más contentos se pueden poner por este
premio son los periodistas. Yo hago lo mismo que tú pero no tengo un
aparato tan maravilloso (teléfono inteligente), tengo un aparato del año
de la canica y hago entrevistas. A los periodistas se les trata feo, se
les hace esperar. Pon todo eso”, sigue.
El último rey de Polonia se llamó Estanislao II Poniatowski. Hija de
un príncipe polaco, se trata casi un pariente para ella. “¡Qué bueno que
las aristócratas sí hagamos algo! Lo único que hacen ellos es rascarse
la panza. Yo por los menos traté de rascarme el coco”. Lo que es seguro
es que en todos estos años no dejó de preguntar. De respuestas ha
llenado un relato que bien merecido se lleva un Cervantes.
Nota de El País. España- Juan Cruz
Sonríe siempre Elena Poniatowska. “Porque tengo hacia los demás una actitud de bienvenida”.
Aquí está, “con las perlas de mi mamá”, coronada con el premio mayor de las letras, el Cervantes,
repartiendo el parabién de su presencia con la delicadeza de un
pajarillo montaraz; detrás de esta presencia benévola hay una periodista
cuyo coraje han conocido los mandamases mexicanos, desde aquel
presidente Díaz Ordaz (a quien ella bautizó como “la araña”) investido
por la historia como el criminal de Tlatelolco, la matanza de
estudiantes ocurrida en 1968 en la plaza de ese nombre.
Con esa apariencia de dama noble de una monarquía (descendiente de un
rey polaco, ella podría haber sido princesa), desafió a los sucesivos
presidentes, se hizo uno de los voceros (con Saramago, con Monsiváis,
con Vázquez Montalbán) del Subcomandante Marcos, visitó cárceles para
animar a los presos y le ha preguntado a todo dios con una audaz insolencia. “Mi sonrisa los desarma, debe de ser”.
Esa sonrisa es un emblema que se eleva a su rostro cuando se le habla
de su niñez en París, donde nació. “Hay gente a la que le ves sus ojos
de niña durante mucho tiempo; a otros no se les ve, no puedes adivinar
cómo fueron de niños… En mi caso es lo primero que se ve, y se ve mucho
más porque toda la vida estoy sonriendo”.
–También tendrá momentos bajos.
–Claro. Porque este es un país difícil en el que ocurren muchas cosas
terroríficas que te marcan, entristecen y te quitan el sueño.
Leo pocas novelas, porque ahí esta la realidad diciendo cosas horribles.
La sonrisa bajo un cielo oscuro. Matanzas, asesinatos, Tlatelolco, Colosio, Juárez, el narco. Esa es la novela triste de México. Devastación e injusticia en un país tan alegre. El cielo azul, la canción y su tristeza.
Lo ha contado en sus crónicas, como Carlos Monsiváis, su amado amigo ya fallecido, no se ha callado; sus mandobles son hachazos radicales.
“Es la sombra de México. Yo vivo al lado de un parque que se llama La
Bombilla y no sé la cantidad de indigentes que duermen ahí a pesar del
frío y de la lluvia. Tienen un cartón, se envuelven en una cobija y
duermen al pie del monumento a Obregón, el de la famosa revolución que a
ellos no les hizo justicia”.
Eso ocurre también en Europa. “Sí, lo sé; hay pobreza bajo los
puentes de París, y en el metro se ven cosas terribles, pero es la
pobreza de lo que en Francia llaman la decadencia. Pero aquí es la
pobreza de los que nunca tuvieron la más mínima oportunidad”. ¿Y qué
pasa para que se vaya a la Luna o se crea esa atosigante retícula que es
Internet y, sin embargo, no llegue el final del hambre?
Elena habla moviendo la cabeza, su pelo blanco, sus manos pecosas y
sosegadas, sus ojos azules y su sonrisa subiendo y bajando de la cara.
Compartió su vida con un astrónomo, Guillermo Haro, y a su memoria acude
para tratar de entender este drama que distribuye más la necesidad que
la riqueza. “No sé, tampoco quisiera caer en lo que dice la gente: ¡para
qué tanto modernismo! Guillermo Haro fue un científico, un observador
de estrellas, quizá él te hubiera explicado por qué avanza la ciencia y
no se detiene la miseria… Yo viví diez años en Francia, y nunca me
golpeó para nada la miseria. Era una niña privilegiada que vivía cerca
del Sena, en una casa inmensa que ahora es la Embajada de Turquía. Viví
en el privilegio, nunca vi nada que me espantara. Y en México, a cada momento ves cosas que te espantan. Y en América Latina pasa igual”.
Desde antes de Tlatelolco ella advierte de esas heridas.
Su periodismo es de la calle; pregunta como una niña perdida, por
necesidad y sin vergüenza. “Cuando eres periodista, caminas al aire y
ves cosas que no percibes en la redacción. Bajo el maravilloso sol de
México, que los pintores dicen que es la luminosidad absoluta, hay
injusticias terribles y pobreza. Yo crecí viendo eso”.
Monsiváis le dijo que ya no leía novelas. Y ella lee pocas, “porque ahí está la realidad, diciendo cosas horribles.
Por eso la crónica es la reina de México; ahí están el propio
Monsiváis, Juan Villoro con su maravilloso libro sobre Yucatán, Fabricio
Mejía Madrid, Jaime Avilés, José Joaquín Blanco… La crónica es el
psicoanálisis de México. Yo escucho y escribo. He hecho millones de
entrevistas, siempre he escrito sobre los demás. Siempre. Hasta mis
novelas vienen de lo que he preguntado”.
Tlatelolco es el punto culminante de su asombro. En 1968, el mundo
estaba harto, soliviantado, de París a México. “Aquí los estudiantes
rechazaban la fachada innoble de los Juegos Olímpicos. En medio de la
miseria, aquel gasto. Y el Gobierno de Ordaz ordenó disparar sobre la
multitud inerme. La crueldad mexicana, de la que hablaron Carlos Fuentes
y Octavio Paz, fue tremenda: tiros a quemarropa sobre una plaza
encajonada de la que no se podía salir. Y en los hospitales se veía a
los estudiantes con heridas en los glúteos, en la espalda, en las
piernas. Les disparaban por la espalda”. No resulta extraño que hasta
hoy perviva aquel adjetivo que la cronista Poniatowska le puso al
responsable de la masacre: araña.
–¿Qué sensación permanece en usted de aquel momento?
–El miedo a que se repita. Y la inocencia y la ingenuidad ante una tragedia que no me podía creer.
Creo que tengo hacia los demás una actitud de bienvenida. me viene de hacer entrevistas.
Ella era una niña muy bien tratada por la vida, “desayunaba muy bien,
comía cerezas en Francia, tenía una hermana muy guapa…, éramos gente
superprotegida, y me salió esa rabia insuperable contra la injusticia”.
La araña Díaz Ordaz fue enviado de embajador a la España de Franco,
Octavio Paz y Carlos Fuentes renunciaron a sus despachos diplomáticos, y
la Poniatowska (todo el mundo en México la llama La Poniatowska, e
incluso le inventaron un juego de palabras a su nombre: “Poni-a-Tosca, pequeño caballo que va a la ópera”; ella se ríe) siguió contando la hedionda tela que tejió ese insecto sobre el cielo de Tlatelolco.
Sobre la artista Leonora Carrington escribió una novela por la que
ganó el Premio Seix Barral (el Alfaguara lo obtuvo por otra obra que
evoca a su marido astrónomo). Según Elena, Leonora “no tenía nombre para
la felicidad, pero sí lo tuvo para la rebeldía, y se levantó contra la
Iglesia, el Estado y la familia”. Y se preguntó Elena: “¿Fue feliz,
somos felices?”.
–¿Cuál sería su propia respuesta?
–Somos felices un ratito. Mi mamá decía que la felicidad es un
chorrito, se hace grandote un rato y se hace chiquito, como la canción:
“Ahí en la fuente había un chorrito, se hacía grandón, se hacía
chiquito”. Uno nunca es un rato enorme feliz, es a ratos feliz. Creo que
la actitud normal es ver qué va a suceder hoy, qué me va a dar el día y
qué le voy a dar al día.
A Carlos Fuentes (“lo cito porque lo extraño”,
dice La Poni) le admiraba que Elena alternara su trabajo como
periodista, novelista y activista con el cariño y el cuidado de sus
hijos. Se quedó viuda muy pronto; los hijos “son mis maestros, de ellos
aprendo. Mi hija Paula es una maravillosa crítica literaria. Le dediqué
Paseo de la Reforma y le pregunté qué le pareció. Me dijo: “¡Chafa!”*,
que entre nosotros significa “¡malísima!”. Los hijos me guían, date
cuenta de que somos una carreta, en la que ellos van delante, son los
caballos, galopan”.
–Son los ponis, pues.
–Son los ponis, porque además son chaparros. Mane, el mayor, es
físico, se ocupa de los rayos láser, tiene dos doctorados. Paula te dice
lo que te tiene que decir. Y Felipe, que ahora siempre me acompaña, es
un enorme apoyo, aquí lo tienes: delante de él me da apuro decir todo lo
que significa para mí.
En las manos de Felipe, unos documentales sobre su madre y una cámara con la que la retrata.
Los exiliados españoles son para Elena un importante capítulo. Y no
solo los grandes (Max Aub, Luis Buñuel, Manuel Andújar…), sino aquellos
españoles pobres “que se quedaron sin patria y aquí conocieron ese
desamparo de la miseria”. Buñuel la acompañó una vez a visitar a su
amigo Álvaro Mutis a la cárcel de Lecumberri, donde estaba preso el
mexicano. “Luis empezó a repartir sus cigarros entre los presos. Le
abrieron la celda de los homosexuales. Los carceleros obligaron a
vestirse con sus uniformes de presidiarios a los que se vestían como
mujeres; a uno que se negó le restregaron la cara con un ladrillo, se la
ensangrentaron. A Buñuel le impresionó mucho. Un preso me regaló un
hueso de los que ponían en el caldo. Había tallado en él una Virgen de
Guadalupe… Luis estaba muy conmovido con todo aquello. Una vez me enseñó
su ropero lleno de armas. Para mí era el hombre más bueno de la
tierra”.
No es solo la sonrisa, claro; a veces La Poni es la rabia. ¿Cómo
concilia en su personalidad ambas actitudes? “Se me hace difícil
decirlo. Creo que tengo hacia los demás una actitud de bienvenida. Me
viene de hacer entrevistas, de hacerme perdonar las preguntas de los que
me recibían seguramente diciendo qué querrá esta chavita, esta tonta.
De eso me viene sonreír. Y lo otro, pues lo otro va por dentro. Mi
marido sí tenía mucha rabia dentro, mucho coraje. De ahí vino que se
empeñara que México tuviera su propia ciencia, que no toda dependiera de
los gringos. Luchaba como un león”.