lunes, 28 de abril de 2014

Elenita y Don Quijote

Recuerdo aquel momento en que mi sobrina María del Carmen le aclaró a su mejor amiga "Bueno, a mi tio le permito que me diga Carmelita porque siempre me ha llamado así". En el entendido de la familiaridad, de la convivencia diaria y del cariño; de la misma manera, los que nacimos leyéndola, escuchándola y que cuenta con nuestra admiración y respeto, le llamamos y llamaremos Elenita.
                                                                                                                   Elan Aguilar


Nota de El País. España. Juan Diego Quesada-

A la escritora le sonó el teléfono a primera hora de la mañana y pensaba que se trataba de un editor de EL PAÍS con alguna queja sobre el texto que había enviado el día anterior acerca de la obra de Doris Lessing. Al otro lado de la línea estaba el presidente del galardón. Lo primero que le vino a la mente, como mujer que no se calla ante nada, fue la compleja situación social que vive su país. “Me da muchísimo gusto por México. Como ahora estamos bocabajeados, muy divididos. El país está sin fe en sí mismo y un premio así, sobre todo si lleva el nombre de Cervantes, levanta el ánimo”, dice.
La mexicana, autora de la célebre obra La noche de Tlatelolco (1971), pone su nombre al lado de otros ilustres compatriotas como Octavio Paz, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco y Sergio Pitol. Lo hace rodeada de su familia, los gatos, el perro, los libros y un cojín con la caricatura de Andrés Manuel López Obrador, el candidato de izquierdas a las elecciones generales del año pasado que le ofreció formar parte de su gabinete en caso de que llegase a presidente. Eso no llegó a ocurrir pero ella tampoco hubiese dado el paso.
Llegados hasta este punto, tocaba el momento de reflexionar sobre el éxito.
-Es algo en lo que no hay que creer. Hay que creer en la vocación, el amor en lo que haces. Hay que amar el oficio. Me acuerdo que en la tele mexicana había un payaso mexicano que se llamaba Cepillín que todo el mundo lo veía mucho. Un día, pum, desapareció.
-Pero su éxito no es para nada efímero…
-El mío no porque yo estoy a punto de ser efímera. Yo ya tengo 81 años. El año que entra tengo 82. Ocho años para 90. Soy un pollito.
La memoria de la escritora se alimenta de las anécdotas que vivió al lado de algunos de los personajes más importantes que vivieron durante el siglo pasado en México: “Buñuel si se enterara diría: ‘ay, la muchacha de la leña se sacó un premio’. Hacía muchísimo frío en su casa y tenía una chimenea. Yo siempre le llevaba leña que compraba en la calle. Ya no venden leña en la calle”. En este rato la tranquila callecita empedrada con aire provinciano en la que vive se ha llenado de periodistas.
La también ensayista sufre por los reporteros que esperan en la puerta. “¡Ay, pobrecita!”, exclama cuando ve, por la ventana, a una con los brazos cruzados y nerviosa. Ella, al fin y al cabo, insiste en que es ante todo periodista. “Los que más contentos se pueden poner por este premio son los periodistas. Yo hago lo mismo que tú pero no tengo un aparato tan maravilloso (teléfono inteligente), tengo un aparato del año de la canica y hago entrevistas. A los periodistas se les trata feo, se les hace esperar. Pon todo eso”, sigue.
El último rey de Polonia se llamó Estanislao II Poniatowski. Hija de un príncipe polaco, se trata casi un pariente para ella. “¡Qué bueno que las aristócratas sí hagamos algo! Lo único que hacen ellos es rascarse la panza. Yo por los menos traté de rascarme el coco”. Lo que es seguro es que en todos estos años no dejó de preguntar. De respuestas ha llenado un relato que bien merecido se lleva un Cervantes.

Nota de El País. España- Juan Cruz

Sonríe siempre Elena Poniatowska. “Porque tengo hacia los demás una actitud de bienvenida”.

Aquí está, “con las perlas de mi mamá”, coronada con el premio mayor de las letras, el Cervantes, repartiendo el parabién de su presencia con la delicadeza de un pajarillo montaraz; detrás de esta presencia benévola hay una periodista cuyo coraje han conocido los mandamases mexicanos, desde aquel presidente Díaz Ordaz (a quien ella bautizó como “la araña”) investido por la historia como el criminal de Tlatelolco, la matanza de estudiantes ocurrida en 1968 en la plaza de ese nombre.
Con esa apariencia de dama noble de una monarquía (descendiente de un rey polaco, ella podría haber sido princesa), desafió a los sucesivos presidentes, se hizo uno de los voceros (con Saramago, con Monsiváis, con Vázquez Montalbán) del Subcomandante Marcos, visitó cárceles para animar a los presos y le ha preguntado a todo dios con una audaz insolencia. “Mi sonrisa los desarma, debe de ser”.
Esa sonrisa es un emblema que se eleva a su rostro cuando se le habla de su niñez en París, donde nació. “Hay gente a la que le ves sus ojos de niña durante mucho tiempo; a otros no se les ve, no puedes adivinar cómo fueron de niños… En mi caso es lo primero que se ve, y se ve mucho más porque toda la vida estoy sonriendo”.
–También tendrá momentos bajos.
–Claro. Porque este es un país difícil en el que ocurren muchas cosas terroríficas que te marcan, entristecen y te quitan el sueño.
Leo pocas novelas, porque ahí esta la realidad diciendo cosas horribles.
La sonrisa bajo un cielo oscuro. Matanzas, asesinatos, Tlatelolco, Colosio, Juárez, el narco. Esa es la novela triste de México. Devastación e injusticia en un país tan alegre. El cielo azul, la canción y su tristeza.
Lo ha contado en sus crónicas, como Carlos Monsiváis, su amado amigo ya fallecido, no se ha callado; sus mandobles son hachazos radicales. “Es la sombra de México. Yo vivo al lado de un parque que se llama La Bombilla y no sé la cantidad de indigentes que duermen ahí a pesar del frío y de la lluvia. Tienen un cartón, se envuelven en una cobija y duermen al pie del monumento a Obregón, el de la famosa revolución que a ellos no les hizo justicia”.
Eso ocurre también en Europa. “Sí, lo sé; hay pobreza bajo los puentes de París, y en el metro se ven cosas terribles, pero es la pobreza de lo que en Francia llaman la decadencia. Pero aquí es la pobreza de los que nunca tuvieron la más mínima oportunidad”. ¿Y qué pasa para que se vaya a la Luna o se crea esa atosigante retícula que es Internet y, sin embargo, no llegue el final del hambre?
Elena habla moviendo la cabeza, su pelo blanco, sus manos pecosas y sosegadas, sus ojos azules y su sonrisa subiendo y bajando de la cara. Compartió su vida con un astrónomo, Guillermo Haro, y a su memoria acude para tratar de entender este drama que distribuye más la necesidad que la riqueza. “No sé, tampoco quisiera caer en lo que dice la gente: ¡para qué tanto modernismo! Guillermo Haro fue un científico, un observador de estrellas, quizá él te hubiera explicado por qué avanza la ciencia y no se detiene la miseria… Yo viví diez años en Francia, y nunca me golpeó para nada la miseria. Era una niña privilegiada que vivía cerca del Sena, en una casa inmensa que ahora es la Embajada de Turquía. Viví en el privilegio, nunca vi nada que me espantara. Y en México, a cada momento ves cosas que te espantan. Y en América Latina pasa igual”.
Elena Poniatowska con Gabriel García Márquez, en una foto de su álbum personal.
Desde antes de Tlatelolco ella advierte de esas heridas. Su periodismo es de la calle; pregunta como una niña perdida, por necesidad y sin vergüenza. “Cuando eres periodista, caminas al aire y ves cosas que no percibes en la redacción. Bajo el maravilloso sol de México, que los pintores dicen que es la luminosidad absoluta, hay injusticias terribles y pobreza. Yo crecí viendo eso”.
Monsiváis le dijo que ya no leía novelas. Y ella lee pocas, “porque ahí está la realidad, diciendo cosas horribles. Por eso la crónica es la reina de México; ahí están el propio Monsiváis, Juan Villoro con su maravilloso libro sobre Yucatán, Fabricio Mejía Madrid, Jaime Avilés, José Joaquín Blanco… La crónica es el psicoanálisis de México. Yo escucho y escribo. He hecho millones de entrevistas, siempre he escrito sobre los demás. Siempre. Hasta mis novelas vienen de lo que he preguntado”.
Tlatelolco es el punto culminante de su asombro. En 1968, el mundo estaba harto, soliviantado, de París a México. “Aquí los estudiantes rechazaban la fachada innoble de los Juegos Olímpicos. En medio de la miseria, aquel gasto. Y el Gobierno de Ordaz ordenó disparar sobre la multitud inerme. La crueldad mexicana, de la que hablaron Carlos Fuentes y Octavio Paz, fue tremenda: tiros a quemarropa sobre una plaza encajonada de la que no se podía salir. Y en los hospitales se veía a los estudiantes con heridas en los glúteos, en la espalda, en las piernas. Les disparaban por la espalda”. No resulta extraño que hasta hoy perviva aquel adjetivo que la cronista Poniatowska le puso al responsable de la masacre: araña.
–¿Qué sensación permanece en usted de aquel momento?
–El miedo a que se repita. Y la inocencia y la ingenuidad ante una tragedia que no me podía creer.
Creo que tengo hacia los demás una actitud de bienvenida. me viene de hacer entrevistas.
Ella era una niña muy bien tratada por la vida, “desayunaba muy bien, comía cerezas en Francia, tenía una hermana muy guapa…, éramos gente superprotegida, y me salió esa rabia insuperable contra la injusticia”. La araña Díaz Ordaz fue enviado de embajador a la España de Franco, Octavio Paz y Carlos Fuentes renunciaron a sus despachos diplomáticos, y la Poniatowska (todo el mundo en México la llama La Poniatowska, e incluso le inventaron un juego de palabras a su nombre: “Poni-a-Tosca, pequeño caballo que va a la ópera”; ella se ríe) siguió contando la hedionda tela que tejió ese insecto sobre el cielo de Tlatelolco.
Sobre la artista Leonora Carrington escribió una novela por la que ganó el Premio Seix Barral (el Alfaguara lo obtuvo por otra obra que evoca a su marido astrónomo). Según Elena, Leonora “no tenía nombre para la felicidad, pero sí lo tuvo para la rebeldía, y se levantó contra la Iglesia, el Estado y la familia”. Y se preguntó Elena: “¿Fue feliz, somos felices?”.
–¿Cuál sería su propia respuesta?
–Somos felices un ratito. Mi mamá decía que la felicidad es un chorrito, se hace grandote un rato y se hace chiquito, como la canción: “Ahí en la fuente había un chorrito, se hacía grandón, se hacía chiquito”. Uno nunca es un rato enorme feliz, es a ratos feliz. Creo que la actitud normal es ver qué va a suceder hoy, qué me va a dar el día y qué le voy a dar al día.
A Carlos Fuentes (“lo cito porque lo extraño”, dice La Poni) le admiraba que Elena alternara su trabajo como periodista, novelista y activista con el cariño y el cuidado de sus hijos. Se quedó viuda muy pronto; los hijos “son mis maestros, de ellos aprendo. Mi hija Paula es una maravillosa crítica literaria. Le dediqué Paseo de la Reforma y le pregunté qué le pareció. Me dijo: “¡Chafa!”*, que entre nosotros significa “¡malísima!”. Los hijos me guían, date cuenta de que somos una carreta, en la que ellos van delante, son los caballos, galopan”.

–Son los ponis, pues.
–Son los ponis, porque además son chaparros. Mane, el mayor, es físico, se ocupa de los rayos láser, tiene dos doctorados. Paula te dice lo que te tiene que decir. Y Felipe, que ahora siempre me acompaña, es un enorme apoyo, aquí lo tienes: delante de él me da apuro decir todo lo que significa para mí.
En las manos de Felipe, unos documentales sobre su madre y una cámara con la que la retrata.
Los exiliados españoles son para Elena un importante capítulo. Y no solo los grandes (Max Aub, Luis Buñuel, Manuel Andújar…), sino aquellos españoles pobres “que se quedaron sin patria y aquí conocieron ese desamparo de la miseria”. Buñuel la acompañó una vez a visitar a su amigo Álvaro Mutis a la cárcel de Lecumberri, donde estaba preso el mexicano. “Luis empezó a repartir sus cigarros entre los presos. Le abrieron la celda de los homosexuales. Los carceleros obligaron a vestirse con sus uniformes de presidiarios a los que se vestían como mujeres; a uno que se negó le restregaron la cara con un ladrillo, se la ensangrentaron. A Buñuel le impresionó mucho. Un preso me regaló un hueso de los que ponían en el caldo. Había tallado en él una Virgen de Guadalupe… Luis estaba muy conmovido con todo aquello. Una vez me enseñó su ropero lleno de armas. Para mí era el hombre más bueno de la tierra”.
No es solo la sonrisa, claro; a veces La Poni es la rabia. ¿Cómo concilia en su personalidad ambas actitudes? “Se me hace difícil decirlo. Creo que tengo hacia los demás una actitud de bienvenida. Me viene de hacer entrevistas, de hacerme perdonar las preguntas de los que me recibían seguramente diciendo qué querrá esta chavita, esta tonta. De eso me viene sonreír. Y lo otro, pues lo otro va por dentro. Mi marido sí tenía mucha rabia dentro, mucho coraje. De ahí vino que se empeñara que México tuviera su propia ciencia, que no toda dependiera de los gringos. Luchaba como un león”.

sábado, 26 de abril de 2014

Paul Auster, la entrevista


La Nación. 26/04/2014 Feria del Libro en Buenos Aires, Argentina.
Un cigarrillo electrónico y cuatro lápices. Eso es lo que Paul Auster, 67 años, el pelo canoso y esa verde intensidad en la mirada, tiene en el bolsillo del pantalón. Lo primero es una treta: su forma de hacer convivir el placer personal con las normas antitabaco que se propagan a velocidad de la luz y que, según opina, suelen tener más que ver con lo moral que con las políticas sociales.
Lo segundo, en cambio, se liga directamente a lo que podría llamarse el mito fundacional del escritor. Sucede que Paul Auster tenía apenas ocho años cuando, fanático como era del béisbol -tema omnipresente de su obra-, se encontró cara a cara en el estadio con Willie Mays, de los New York Giants. El jugador accedió solícito al pedido de autógrafo, pero ni el pequeño Auster, ni su padre, ni su madre, ni esos adultos que lo rodeaban tenían un lápiz para que el gran Mays hiciera lo suyo. "Lo siento, nene, si no tienes lápiz, no puedo firmarte un autógrafo", fueron las palabras que, a la distancia, todavía retumban en sus oídos.
Después de esa noche y hasta el día de hoy, confiesa Paul Auster en El cuaderno rojo, siempre lleva un lápiz (o cuatro) con él. La deducción lógica es que el sólo hecho de tenerlo en el bolsillo abre la chance de usarlo... "Sí, la historia que escribí en ese libro es cierta. Después de ser humillado a los 8 años, siempre me aseguré de llevar algo para escribir conmigo", afirma ahora, en el campus de la Universidad Nacional de San Martín, mientras acomoda sus cosas en la mesita ratona.
Llegó a la Argentina hace apenas dos días, invitado por la Unsam a la Feria del Libro de Buenos Aires, donde mañana mantendrá un diálogo público con su colega y amigo sudafricano J. M. Coetzee, Premio Nobel de Literatura. Se lo ve cansado, pero activo. Incluso sonriente. Hasta desliza a LA NACION una primicia que no revela del todo, fiel a un espíritu que sabe cómo generar intriga: "Hace exactamente un año empecé a escribir una novela, estoy todavía trabajando en ella, está creciendo mucho. No se habla de las cosas que no están terminadas, sólo puedo adelantarles que va a ser la novela más gorda que haya escrito en mi vida. Imagino que tengo dos o tres años por delante con ella, a lo mejor más".
Será, también, su regreso triunfal a la ficción, luego de sus dos últimos libros (Diario de invierno e Informe del interior), centrados en el registro de la memoria. Él mismo los define como "hermanos": si en Diario de invierno reflexiona sobre el paso del tiempo, la fragilidad del cuerpo y la proximidad de la muerte, en Informe del interior pone el foco en la infancia y la primera juventud, recuperando sus años como estudiante en Columbia, su paso por París tras haberse alistado como marino mercante y esos primeros intentos de escritura que, de cara a la frustración por no poder con la narrativa, dejaron lugar al poeta y al traductor. En relación con esto, Auster recuerda: "Cuando era muy joven mi ambición era ser novelista. Escribí cientos y cientos de páginas de ficción, pero no me gustaban y nunca las publiqué. Deben ser unas 1000 páginas que escribí antes de tener 22 hasta que dije no, no puedo hacer esto, me voy a quedar con la poesía. Y por diez o veinte años eso fue lo que hice. Luego pasaron cosas muy complicadas para que las explique ahora y eso me hizo volver a la prosa, que es lo que hago desde entonces".
Cosas muy complicadas: la muerte del padre, por ejemplo. Y un bloqueo creativo que lo llevó a estar un año sin poder volcar una sola línea en las páginas. Pero fue justamente esa pérdida, esa angustia, el motor que dio forma a La invención de la soledad, un libro autobiográfico que recupera la figura paterna y en el cual Paul Auster asegura haber renacido como escritor de prosa. Lo que siguió entonces fue un raid productivo que lo convirtió en la figura que es hoy dentro del campo cultural: publicó muchísimas novelas (La trilogía de Nueva York, Leviatán, La música del azar, La noche del oráculo y Brooklyn Follies son algunas de las más conocidas), libros de no ficción autobiográfica y ensayos; también escribió para chicos (El cuento de Navidad de Auggie Wren, con dibujos de Isol) y trabajó como guionista y director de cine, desde Lulu On The Bridge, en 1998, hasta Smoke, junto a Wayne Wang. En 2006, además, recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, lo cual disparó su popularidad en los países de habla hispana.
-¿Volvió a atravesar alguna vez un bloqueo creativo como el de aquel entonces?
-Ningún bloqueo tan grande, aunque sí tengo momentos de no saber qué estoy haciendo, empiezo libros y los dejo: dos veces empecé novelas y no las pude terminar. Una vez escribí 60 páginas y me detuve, otra vez 100. En ambos casos, no podía controlar la narrativa, crecía de manera horizontal y yo no podía empujarla hacia adelante.
-¿Les presta atención a las críticas de sus libros?
-No me importa lo que la gente dice, no pienso en eso. Cuando yo hablo de crítica, además, hablo de investigadores y trabajos serios. La calidad de los que hacen reseñas de libros es muy despareja, probablemente en todos los países, pero en los Estados Unidos específicamente no es muy buena, por eso es mejor no pensar en ella.
-¿Por qué eligió la segunda persona para la escritura de sus últimos libros?
-Usé esa persona en mis dos últimos libros por razones muy complejas. Primero, porque no estoy tan interesado en mí mismo, y por supuesto no estoy interesado en escribir una autobiografía tradicional, que usa la primera persona. Glorificar mi experiencia, enfatizarla de esa forma, no era lo que quería. La tercera era posible, como hice en la última parte de La invención de la soledad, pero era demasiado distante, entonces pensé que la segunda persona podía abrir un pequeño espacio entre "yo y yo", era como un diálogo íntimo. Tratándome a mí mismo como a un otro cercano podía implicar, a la vez, al lector. Lo que traté de hacer en estos dos libros no fue tanto contar mi propia historia, sino hablar de cosas específicas de mi vida, por las que pasa la mayoría de la gente. Mi esperanza era que el lector, teniendo esos libros, pudiera recordar su propia vida. Un mecanismo para desatar en él memorias y recuerdos.
-¿Se considera un escritor norteamericano?
-Sí, por supuesto: mi idioma es el inglés, mi país es Estados Unidos, estoy escribiendo desde mi lugar y mi tiempo.
-En este sentido, Brooklyn suele aparecer mucho en sus libros. ¿Qué cambios ha visto en ese lugar, en el que además vive, en los últimos años?
-Brooklyn solía ser una broma en los Estados Unidos. Siempre fue considerado un lugar pobre y estúpido para vivir. Estaba lleno de inmigrantes, leí en algún lugar que el 25 por ciento de todos los norteamericanos tenía un pariente que en algún momento había vivido en Brooklyn, ¡lo cual es un montón de gente! Declinó tremendamente tras la Segunda Guerra Mundial, pero después de los 50 y después de haber sido un lugar muy pobre, muy sucio y peligroso, se transformó. Hay muchas casas y edificios lindos allí, entonces, a mediados de los 60, un montón de jóvenes que no querían vivir en la ciudad, que no tenían plata para radicarse en Manhattan, empezaron a comprar viviendas en estos edificios a un precio irrisorio. Y de a poco, las casas se arreglaron y ahora Brooklyn está más lindo que nunca. ¡Está tan de moda que no quiero ni siquiera decir que soy de Brooklyn!
-No está en sus planes mudarse...
-No, mi madre nació y creció allí. Es una cuestión de familia, mis abuelos se mudaron a Brooklyn hace 100 años.
-¿Tiene disciplina a la hora de escribir?
-Es más bien una rutina, yo odio la palabra disciplina, me hace pensar en cosas que uno no quiere hacer, y yo sí quiero hacer lo que hago. Me levanto y tengo el día más aburrido que puedas imaginar: jugo de naranja, té, diarios y trabajo. Trabajo durante todo el día, me tomo un break en el medio, como un sándwich al mediodía y a las cuatro o cinco me detengo. ¡Entonces estoy tan cansado! Mi cerebro está frito, y mi cuerpo siente que corrió una maratón. Y después de ese día, hay veces en que sólo produzco una página, pero me saca todo lo que tengo adentro, quedo muy cansado de verdad. Hago la cena, miro una película a la noche con Siri [Siri Hustvedt, su mujer, también escritora], porque ella también trabaja muy duro durante el día. Así que llevo una vida monástica, realmente, una vida monástica con esposa [risas].
-En relación con la fragilidad del cuerpo, que tematiza en Diario de invierno, ¿es verdad que ya compró un nicho?
-¡Es verdad! ¿Cómo sabes? En Brooklyn hay un cementerio muy lindo que se llama Green-Wood. Es de 1838, muy grande, es dos tercios del tamaño del Central Park. Es extraordinaria la cantidad de gente que está enterrada ahí, 600.000 personas. Me interesó mucho ese cementerio, lo usé en mi novela Sunset Park: la gente corría cerca de ahí, entonces me pasé mucho tiempo dando vueltas por esa zona. Pensaba que ya no había más lugar, que no tomaban gente nueva, pero resultó que sí quedaban espacios. Me pareció que era un buen lugar para estar enterrado y entonces compré mi nicho. Ya que pasé la mayoría de mi vida en Brooklyn, me parece que me voy a quedar ahí.
-Tiene naturalizada su relación con la muerte, entonces...
-Bueno sí, es oficial ahora: ya tengo una casa para cuando eso suceda. [risas]
-Un tema recurrente en su narrativa son las casualidades, las historias que se hilvanan por obra del destino. ¿Se considera de alguna manera el "escritor del azar"?
-El azar es parte de la vida y probablemente muchos escritores abrazaron esto como uno de los hechos fundamentales de la existencia humana. Yo también escribo sobre eso, aunque no es mi único tema. Tenemos la habilidad de pensar, hacer planes, tener objetivos, y yo siempre estoy interesado en cómo intervienen las cosas inesperadas en nuestro camino y pueden hacer que se caiga nuestro universo. Pero hay que hacer algo con ese árbol que se nos cae en la cabeza para que no nos mate, puede ser que lo tengamos que rodear, y probablemente eso te meta en un bosque, y eso hará que nunca más estés en el lugar donde estabas antes de que se cayera el árbol. Accidentes: la vida está llena de accidentes. Todos sabemos eso.
-Usted siempre tiene opiniones muy claras respecto de la política. A grandes rasgos, ¿cómo ve la situación actual de los Estados Unidos?
-Es una pregunta enorme, pero trataré de ser lo más sintético que pueda: no estamos en un momento muy bueno, el país está muy dividido y los dos lados no pueden hablar entre sí. La elección de Obama en 2008 fue un momento increíblemente poderoso en los Estados Unidos pero desató, como se podía prever, un odio hacia él de parte de la oposición, que no tiene precedente, al menos en lo que yo he vivido. Los políticos han tratado de destruirlo. Ni siquiera reconocen la legitimidad de su presidencia y bloquean todo lo que él trata de hacer. Se está volviendo una lucha muy amarga. La consecuencia es que nosotros tenemos muchos problemas, hay tanta injusticia en los Estados Unidos: realmente se ha vuelto una sociedad muy injusta. Cada vez que hay que tomar una decisión acerca de cómo planificar el futuro se están tomando las decisiones incorrectas. Es muy deprimente. Mi único consuelo es que no es la primera vez que hemos estado así. La gente no se acuerda, pero hemos tenido una Guerra Civil, donde casi un millón de personas murieron. Aun así, yo creo que desde la Guerra Civil, esto es lo más brutal que nos ha pasado.
-¿Suelen consultarlo sobre estos temas?
-Lo que pasa en los Estados Unidos, y ésa es otra curiosidad acerca de este país tan grande y loco, es que es una sociedad que odia el arte y odia la literatura, y aun así produce grandes artistas y grandes literatos. En la mayoría de los países los escritores son respetados, y cuando necesitan una opinión acerca de los asuntos políticos, les preguntan a ellos qué opinan. Pero en los Estados Unidos, nuestra realeza son los actores de Hollywood, les preguntan a ellos qué piensan de la política. Yo diría que los escritores somos personas marginales, como sombras en los límites de la sociedad.