18/05/2013
Por Encarna Morín
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Se introducen cada noche en nuestra cama y nos roban el sueño, nos matan
la tranquilidad, nos impiden mantener a flote la salud mental.
Un estado de crispación generalizada se percibe nada
más salir a la calle. A la mínima recibimos bocinazos o gritos exaltados
de quienes ya no pueden con tanta presión. Las amistades consolidadas
no están libres de estos desencuentros cada vez más cotidianos.
Los niños repiten lo que ven y les da por girarse hacia el compañero y
empujarle. No hay más que estar media hora en el patio de recreo para
percibir que algo ha cambiado, todo se resuelve a puñetazos tirando por
la borda tantos desvelos y cuidados. Hasta el juego termina siendo una
pelea.
Esta sofisticada batalla sin tanques es la que pensé que no me tocaría
vivir. Nunca entendí la necesidad de los mayores de guardar cosas y
dinero para un posible futuro incierto. Ellos sabían lo que era la
guerra y trataban de protegerse en todo momento. Solo que el enemigo
esta vez nos salió por otro lado.
Aquella famosa bomba de neutrones, que tanto nos asustaba porque dejaba
intactos los edificios y eliminaba todo lo que tuviera vida, debió ser
una maniobra de distracción o bien un adelanto de lo que estaba por
venir.
Quieren acabar con nuestra humanidad. Se termina recurriendo a la
policía para resolver conflictos entre vecinos o entre niños, lo cual
nos es más que un indicio de nuestra impotencia mediadora.
Nos reprochamos, una y otra vez, la pasividad que nos mantiene anclados e
inmóviles, cuando pareciera que deberíamos salir en son de guerra a
tirar abajo algunas trincheras, al tiempo que vivimos asustados a ver
qué es lo siguiente que nos van a robar.
El enemigo ha cambiado de estrategia y ya no le hace falta nuestra
sangre ni la de nuestros hijos. Ahora está empeñando en robarnos
nuestras almas, que es realmente lo que ellos no tienen.
Mientras nos enfrentemos entre nosotros no hace falta nueva carne de
cañón. La victoria está servida para el enemigo, insistiendo desde su
muralla en que no nos debemos fiar unos de otros, llevándonos a pelear
por las migajas, rompiendo toda posibilidad de encuentro y de alianzas,
consolidando la idea de que somos seres individuales y que estamos solos
ante el adversario que puede ser cualquiera.
Por tanto, no vale lo de siempre para parar esta guerra malévola.
Ha llegado el momento de repartir abrazos gratis, de apelar a nuestra
humanidad, de no claudicar tirándonos de una azotea o entrando en una
profunda depresión. No sirve de nada enfadarnos con el que se salta el
semáforo y no nos deja adelantar, frente a tanto atropellador de nuestra
humana dignidad.
Es la hora de llevar la creatividad al poder, esa que nos quieren destrozar.
Regalar abrazos y sonrisas es la única arma que nos salvará de la nueva
Hiroshima que va directa a nuestras almas. Rescatar la humanidad que
siempre nos acompaña ya que somos naturalmente buenos, cooperativos,
solidarios, cercanos, amorosos, generosos y optimistas. Esa es nuestra
verdadera naturaleza y la que nos permitirá hacerle frente a esta guerra
que pretende aniquilar nuestra esencia.
Fotografía: Kristhóval Tacoronte.
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