lunes, 23 de septiembre de 2013

Caderas Anchas

By Amanda Jot. La Nación. Argentina 23/09/2013

Ni más amor ni más sexo: la primavera trae alergias, lluvias repetinas y el clásico no sé qué ponerme. Apenas sube el termómetro sobreviene la confusión, y uno sale con bufanda, por las dudas, pero resulta que en la calle ya hay chicas en short. Sí: este año, ese pedacito de trapo invadirá el paisaje urbano para transformarlo en una playa.
Envidia total. Dichosas aquellas mujeres que este año quepan en el pantalón corto que, como la calza, no tiene más dess code que la actitud (a quién le que importa cuán chueca, flaca o rellenita seas). Pero, a no amargarse si este verano no entramos en ningún modelito del perchero. Según los catedráticos de la Universidad del Oxford las mujeres de trasero voluptuoso viven más y mejor, sumado claro a otras ventajas más populares: sabemos que el sexo opuesto se siente especialmente atraído por las damas capaces de abarcar todo el ancho de la silla.

El endocrinólogo Konstantinos Manolopoulos, de Oxford, asegura que las mujeres dotadas de bastante grasa en las nalgas tienen niveles menores de colesterol y glucemia. Oh, y nosotras sufriendo por el pantalón de montar!. El hallazgo surgió tras comparar la calidad de la grasa del abdomen femenino con las de las piernas, caderas y nalgas. La grasa localizada más abajo previene el desarrollo de diabetes gracias a la cantidad y el tipo de hormonas que alojan. Estas ayudarían a metabolizar mejor azúcares y lípidos, a diferencia de las ubicadas en la zapán. Pero, atenti: esto lo da la natura, es genético. No se consigue trabajando en el gimnasio ni comiendo más.
Otra a favor de las chicas abundantes. Estudiosos de las universidades de California y Pittsburgh descubrieron también que las mujeres de trasero grande, cadera ancha y cinturas minimas son más inteligentes debido a que allí se acumulan ácidos grasos Omega 3, claves para el desarrollo del cerebro. El tejido adiposo de los glúteos fuertes atajan las partículas grasas dañinas y evitan desórdenes cardiovasculares, entre otras bondades, dicen los que saben.
En fin, a cuidarlo, y a lucirlo sin complejos….

sábado, 21 de septiembre de 2013

Pablo Neruda

El terror de los idiotas son las ideas.  Elan Aguilar


Chile conmemora este lunes 40 años de la extraña muerte del Nobel de Literatura Pablo Neruda, con sus restos exhumados y un proceso judicial en marcha para averiguar si fue asesinado por la dictadura de Augusto Pinochet.
Neruda, quien además de poeta fue diplomático y senador por el Partido Comunista, murió en 1973, 12 días después del golpe de Estado que derrocó a su amigo, el presidente Salvador Allende.
El acta de defunción establece un agravamiento del cáncer de próstata que Neruda padecía como la causa de su muerte.
Pero en abril pasado, sus restos fueron exhumados para esclarecer si fue asesinado con una misteriosa inyección inoculada en la misma clínica en que fue asesinado años después el expresidente Eduardo Frei, como denuncia su exchofer, Manuel Araya. Al día siguiente de su muerte, Neruda debía emprender un viaje a México, donde pretendía exiliarse y movilizar a la oposición de Augusto Pinochet.
Según Araya, la tarde del 23 de septiembre de 1973, Neruda, quien hasta ese momento se encontraba lúcido y estable, les dijo a él y a su esposa Matilde Urrutia que un médico le había inoculado una inyección que había empeorado su estado.
El chofer fue enviado por otro médico a buscar un medicamento, y en el camino fue detenido, torturado y apresado. Casi seis horas después, el poeta falleció.

Pablo Neruda, de nacimiento Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto (Parral, 12 de julio de 1904 – Santiago, 23 de septiembre de 1973), fue un poeta chileno, considerado entre los mejores y más influyentes artistas de su siglo.

A propósito de tormentones y aguaceros, del placer de la vida, la locura de algunos hombres y de la primer resistencia del pobre: sobrevivir. El poema Agua Sexual de Pablo Neruda:

Rodando a goterones solos,
a gotas como dientes,
a espesos goterones de mermelada y sangre,
rodando a goterones,
cae el agua,
como una espada en gotas,
como un desgarrador río de vidrio,
cae mordiendo,
golpeando el eje de la simetría, pegando en las costuras del
alma,
rompiendo cosas abandonadas, empapando lo oscuro.

Solamente es un soplo, más húmedo que el llanto,
un líquido, un sudor, un aceite sin nombre,
un movimiento agudo,
haciéndose, espesándose,
cae el agua,
a goterones lentos,
hacia su mar, hacia su seco océano,
hacia su ola sin agua.

Veo el verano extenso, y un estertor saliendo de un granero,
bodegas, cigarras,
poblaciones, estímulos,
habitaciones, niñas
durmiendo con las manos en el corazón,
soñando con bandidos, con incendios,
veo barcos,
veo árboles de médula
erizados como gatos rabiosos,
veo sangre, puñales y medias de mujer,
y pelos de hombre,
veo camas, veo corredores donde grita una virgen,
veo frazadas y órganos y hoteles.

Veo los sueños sigilosos,
admito los postreros días,
y también los orígenes, y también los recuerdos,
como un párpado atrozmente levantado a la fuerza
estoy mirando.

Y entonces hay este sonido:
un ruido rojo de huesos,
un pegarse de carne,
y piernas amarillas como espigas juntándose.
Yo escucho entre el disparo de los besos,
escucho, sacudido entre respiraciones y sollozos.

Estoy mirando, oyendo,
con la mitad del alma en el mar y la mitad del alma
en la tierra,
y con las dos mitades del alma miro al mundo.

y aunque cierre los ojos y me cubra el corazón enteramente,
veo caer un agua sorda,
a goterones sordos.
Es como un huracán de gelatina,
como una catarata de espermas y medusas.
Veo correr un arco iris turbio.
Veo pasar sus aguas a través de los huesos.



sábado, 14 de septiembre de 2013

Traficante de libros

 

Una biblioteca sin libros


La solución más sencilla a problemas complejos a veces descansa frente a nuestras narices.
Desde hace un tiempo soy contrabandista. Trafico libros. A pesar de ser artículos de curso legal, ante cada operación se me acelera el pulso y transpiro como si llegara al aeropuerto de Chicago con diez kilos de cocaína en el bolso. El paso a franquear es la puerta de mi casa, una frontera menos caliente que la norteamericana pero siempre complicada. Preferiría enfrentarme a los agentes de inmigración, con sus perros incluidos, que a la autoridad que me espera del otro lado, aun cuando sea capaz de recibirme con la mesa puesta y el aroma de unas papas al horno. Sabe detectar el peso extra en la mochila apenas me asomo: una leve inclinación del hombro delata el kilo y medio de los cuentos completos de Thomas Mann o de las cartas reunidas de Cortázar.
Todo lo que pesa supone un volumen y eso fue lo que nos condujo a la guerra no declarada que comenzó la noche en que deposité sobre la mesa los tres tomos de Los miserables , tapa dura, que me había mandado al diario una editorial.
-¿Hasta cuándo vas a seguir trayendo libros? -dijo mi mujer-. Esto no es la Biblioteca Nacional.
Así como hay disputas por la tierra y el agua, también las hay por las paredes, un bien igualmente escaso. Yo he ido sembrando estantes y bibliotecas aquí y allá. Ella pinta cuadros que van vistiendo la casa. Son sus obras o mis libros. Como diría John Wayne, su vida o la mía.
Ante la interdicción, he desarrollado mis habilidades. Los intersticios de las bibliotecas, las mesas y los aparadores están llenos de libros ilegales que, ante el ojo inexperto, pasan por ejemplares viejos con todos los papeles en regla. Hasta logré colocar un Muñoz Molina y un Padura, subrepticiamente, entre los libros de cocina que ella trajo de la casa de sus padres. Pero cuando por falta de espacio tuve que empezar a apilarlos en los fondos del placard, escondidos detrás de las camisas, me pregunté: ¿cómo sigue esto?
Aunque menor, el dilema me acompaña como una espina sin localización precisa que cada tanto se hace sentir. La otra noche, sin embargo, entreví la posibilidad de una salida. Mi mujer leía del otro de la cama. Tenía entre sus manos su flamante iPad y la sostenía como un libro. Había bajado unas cuantas novelas, me dijo. Al rato apagamos la luz, pero ella siguió leyendo en la oscuridad. "Puse letras blancas contra fondo negro", explicó ante mi asombro. El detalle me fascinó.
Al día siguiente, en el diario, me topé con la noticia de que en San Antonio, Texas, se aprestan a inaugurar la primera biblioteca del mundo sin papel. Unos 10.000 volúmenes virtuales. A la coordinadora del proyecto, Laura Cole, no le gusta llamarla "biblioteca sin libros" sino, simplemente, "biblioteca digital". La iniciativa tiene sus detractores. Christopher Platt, director de colecciones y circulación de la Biblioteca Pública de Nueva York, señaló: "La gente viene aquí no sólo para acceder a un texto, sino para tocar y sentir un objeto. Y no se trata de una cuestión sentimental".
Las dos novedades juntas -la lectura virtual de mi mujer y el proyecto de Miss Cole- me movieron la estantería. ¿Me compro una iPad? ¿Empiezo a descargar mi propia biblioteca digital? Una de las ventajas es que podría entrar en casa con los siete tomos de En busca del tiempo perdido sin peso ni riesgo alguno. El precio sería clausurar una forma de memoria. Estoy de acuerdo con Platt en las cualidades sensuales del libro-papel, pero discrepo cuando descarta el factor sentimental.
Una de mis bibliotecas me acompaña más o menos tal como está desde los 18 o 19 años. Pocas cosas más estables en mi vida: sobrevivió mudanzas, etapas y cambios de estado civil. Hay allí libros que aún no leí, en condición de promesa (¿qué otra cosa es un libro?). Compré Cartas del verano de 1926 , la vertiginosa correspondencia entre Marina Tsvietáieva, Boris Pasternak y Rilke hace unos 25 años en una librería de la calle Juramento que ya no existe. Durante todo este tiempo supe que estaba ahí, en el estante de los rusos (con perdón de Rilke, que nació en Praga pero amaba Rusia). Sin premeditación y por causas que desconozco, un día cualquiera de julio pasado lo saqué de su lugar y empecé a leer. Fue como tomar un vino intenso y único que yo mismo hubiera puesto a añejar. Pero el que se había añejado y estaba listo para el libro era yo, y no al revés.
En otro vecindario, el de los norteamericanos, descansan cinco ediciones distintas de On the road , de Jack Kerouac, saldo de una época de fervor por algunos de los beats en la que yo trabajaba en una librería de usados y salía a comprar bibliotecas enteras. Quizá no lo vuelva a leer, pero en esos estantes hay algo más que la fuga de un joven de los años 50 tras alguna forma de absoluto. Está también una parte de mi juventud.
Hace poco, para escribir una nota, saqué del barrio de los italianos La playa/ Fiestas de agosto , de Pavese, una edición de Bruguera que abundaba en las mesas de saldo de las librerías de la calle Corrientes allá por los 80. En la contratapa, del lado de adentro, descubrí una frase enigmática escrita de mi puño y letra: "El vacío y la angustia de la soledad que no llevan a la desesperación". ¿Mi impresión sobre el protagonista de La playa ? ¿La idea para un cuento de los que por entonces escribía? ¿Una descripción melodramática de mi propio estado de ánimo? Leí ese libro en el patio de un PH que entonces compartía con dos grandes amigos. Puedo verme en la silla plegable, bajo la media sombra de la parra. Tenía 23 o 24 años. La pasábamos muy bien en esa casa donde nunca faltaba gente, pero también recuerdo días de un aburrimiento metafísico. Esa frase dormida en las páginas de un libro de Pavese, que leí ahora como si hubiera sido escrita por otro, me llevó de viaje por el tiempo.
Me temo que estoy entre los que van a llegar a la iPad cuando sea demasiado tarde. Hay veces que entre el problema y la solución, elegimos el problema.
© LA NACION.

Motivando la lectura

 
Por José María Sifontes* Viernes, 30 de Agosto de 2013
¿Cómo se puede inducir un niño al hábito de la lectura? Es una pregunta importante pues la lectura, aparte de ser un deleite --y a veces hasta un inestimable consuelo-- aumenta las perspectivas de la existencia, desarrolla la imaginación e incrementa los potenciales de la persona. La utilidad de la lectura va desde los más elevados propósitos hasta el tener interesantes temas de conversación en una reunión social.
La respuesta no es sencilla. Cada niño es distinto y le estimulan diversas cosas. El ambiente influye por supuesto. En un hogar donde los padres leen y en el que hay abundante material de lectura, la actividad llega a ser percibida como algo natural y aparentemente entretenida. Si en la casa el entretenimiento principal es pasar viendo en la televisión concursos de baile o historias de fantasmas, entonces la lectura será vista como actividad de excepción y no de regla. Y no digo que no haya programas interesantes o películas de calidad en la televisión. Sería hipócrita de mi parte decir que no me gustan o que no las veo, pero hay que dar un justo balance. Y en este balance la lectura debe prevalecer. Un hecho histórico, por ejemplo la Revolución Francesa, puede ser visto en un documental en televisión o se puede leer en un libro. La televisión tiene la ventaja de resumirlo y cubrirlo, digamos, en un par de horas. La lectura lleva mucho más tiempo pero se fija más en la memoria. Con la televisión los datos se esfuman al poco tiempo, con la lectura se quedan. Además, en la televisión las cosas se presentan ya acabadas, hay rostros y escenas, se es completamente pasivo. La lectura abre la imaginación; uno tiene que imaginarse las caras de los personajes, los paisajes y las acciones. Y esto, el tener un rol activo marca una gran diferencia.
Pero volvamos al punto ¿cómo hacer que los niños lean? Habrá tal vez en algunos cierto factor genético que los hace buscar por si mismos los libros, incluso sin mayor estímulo ambiental. Son lectores natos, que ya traen ese posible gen. Así es también con los escritores, y hay ejemplos de grandes novelistas que no tuvieron una notoria instrucción ni estímulo. Pero en la mayoría de casos esta predisposición no se tiene y hay que estimularla. Una buena forma es leerles material de todo tipo e ir conociendo cuál les agrada más. También es un buen estímulo llevar a los niños a las librerías, que pasen un buen tiempo allí y que escojan sus propios libros. Esto de que escojan sus propios libros es crucial ya que los gustos no se pueden forzar. Lógicamente al principio los gustos serán limitados pero poco a poco se irán ampliando. Me parece que es un error en los programas escolares la secuencia de las lecturas obligatorias para los estudiantes. Lo de obligatorio, aunque no ideal, pasa, escuela es escuela, pero la secuencia puede dar origen a problemas y rechazo. Obligar a un adolescente a leer obras que pueden ser clásicas pero que no les despertarán interés ni las entenderán será percibido como una tortura. Obligarlos a leer obras del Siglo XIV, con su español antiguo y todo, es como incentivar el gusto por la navegación después de un naufragio. Primero, lecturas que interesen y entretengan; después lo demás. Recordemos que para que el hábito se forme debe ser sentido como un placer. Y eso es efectivamente.
*Médico psiquiatra.
Columnista de El Diario de Hoy.